He visto con estupor como en Chile la desigualdad se expresa en los medios de comunicación y más específicamente en la distribución de frecuencias de radios. Hace un par de días, una nota de TVN volvía a reducir el rol de las radios comunitarias a un lugar social secundario, situándolas bajo el estigma de “pocas, pequeñas y pobres”, noción lamentablemente ratificada con la entrada en vigencia de la nueva legislación que regirá a estos medios.
La justa distribución de frecuencias radiales es un principio orientador con el que se mide el grado de libertad de expresión y el respeto a los derechos humanos en un país. Cuesta pensar así: es más fácil ver las frecuencias radiales como un bien de consumo, que se rijan por las leyes de mercado y, tal como en la educación, en la salud y otros sectores, pareciera ser más cómodo y conveniente prescindir de toda regulación.
En mi ejercicio como presidenta de AMARC, la Asociación Mundial de Radio Comunitarias, he conocido la situación de las radios comunitarias en distintas partes del mundo. Los grandes debates de hoy están centrados en la aplicación de parámetros de libertad de expresión y derechos humanos, de modo de garantizar y abrir espacios en el sistema de medios a aquellos que surgen de las comunidades y de la sociedad civil. Chile avanza en dirección contraria a estas tendencias y con bajos estándares, demasiado bajos para la calidad de democracia a la que aspiramos.
Durante todos los gobiernos de la Concertación no existieron políticas encaminadas a corregir esta situación y, al contrario, las distintas administraciones desde 1990 han gobernado más bien para liberalizar este “mercado”. Cuando han legislado, lo han hecho en favor de los empresarios de la radiodifusión y lamentablemente, en ocasiones, directamente en contra de la radiodifusión comunitaria. Así fue en 1994 con la aprobación del artículo 36B(a) de la Ley General de Telecomunicaciones, que persigue y penaliza la radiodifusión comunitaria sin concesión.
Así las cosas, estamos con un espectro de frecuencias radiales rígido, concentrado y brutalmente desigual en su distribución, que favorece en un 97%, si es que no en más, al sector privado de la radiodifusión y además establece penalidades de cárcel a quienes transmiten sin autorización.
En 2007, durante el Gobierno de Michelle Bachelet, fue presentado el proyecto de ley que crearía los servicios de radiodifusión comunitaria y ciudadana, en cuyo mensaje se prometió el reconocimiento al sector comunitario en la radiodifusión y explicitaba como finalidad dar respuesta a las necesidades de la ciudadanía para expresarse libremente y contar con medios de comunicación para ello. El articulado propuesto y aprobado resultó estar bastante alejado del espíritu del mensaje.
Pero quizá lo más complejo fueron las operaciones políticas establecidas en 2009 para la tramitación de esta ley, donde finalmente la luz verde la terminó otorgando el gremio de los empresarios de la radiodifusión agrupados en ARCHI.
Con la publicación del reglamento para la entrada en vigencia, se explicitaron las dificultades: la ley que prometió un mezquino aumento de potencia de 1 a 25 watts, ampliación de la altura de las antenas y menciones publicitarias restringidas, no se podrá aplicar. En el segmento de espectro asignado para las radios comunitarias sólo hay espacio para que los actuales concesionarios de radios de mínima cobertura, mantengan su esmirriado watt (1) de potencia.
¡Todo mal! una ley de radios comunitarias restringida, alejada de los estándares internacionales de derechos humanos y libertad de expresión, ahora se aplica con más restricciones, bajo la férrea vigilancia de los empresarios asociados gremialmente, para asegurar que no se aleje ni un sólo milímetro de las normas que quedaron atadas y bien atadas.
Esto puede y debe cambiar, las voces críticas de la primera hora, entre las que se cuenta AMARC, deben ser escuchadas.
* María Pía Matta, Presidenta AMARC (Asociación Mundial de Radios Comunitarias)